febrero 21, 2008

Mujica o el Caso de los Viejecitos Verdes


a Jorge Carrerá


Andan por todos lados, caminando en las calles, parados en las esquinas, comprando en las bodegas o en las farmacias, sentados en cualquier banqueta de cualquier plaza o de cualquier parque, olvidados en los asilos y en los rincones, testimonios andantes, consejos, amenazas, advertencias, con o sin bastones, con o sin calva, con o sin canas, viajan en los transportes públicos, hacen colas kilométricas para recoger las migajas con que el sistema les paga haber consumido su vigor y su sangre; parecen unos abuelitos respetables, bienintencionados, algunos hasta tiernos, pero cuando se acercan a una muchacha joven, de esas que tienen las carnes firmes y se bambolean al caminar, mascan las más atroces vulgaridades, con sus dientes postizos a punto de escapárseles entre la baba viscosa que los mantiene adheridos a las encías.
Al ver a la mujer joven acercarse sus cerebros rápidamente recuerdan lo que quisieran hacer y tal vez nunca pudieron o hace mucho tiempo no pueden; sus cuerpos flácidos, sin fuerza, aún piden caricias y arrumacos, que seguramente ya no hay quien se los dé y el cansancio de la vida tampoco deje disfrutarlos; pero por unos breves segundos, en su mente, esa chica ahora desnuda se contorsiona descontrolada al ritmo de sus caricias expertas y de alguna manera ese placer llega a un momento sublime cuando el abuelito dice algo, murmullos extraídos desde las profundidades cavernarias de su alma al oído de ella, aunque claro que ella escucha sólo una sarta de atroces vulgaridades salpicadas de escupitajos, pero realmente son los gritos de un pasado que no volverá...
Que quedó lejos, tan lejos, lejísimos, empolvado, apolillado como su saco, como su pantalón café, como su camisa mal planchada. Quizás, después de todo, los ancianitos verdes sí tengan buenas intenciones, porque ellos invitan a almorzar y prometen regalos, pero sus ofertas rebotan en un muro de indolencia, sus anhelos están fuera de contexto, fuera de los sueños de la muchacha linda que se asquea de su fealdad, de sus verrugas, de sus carnes colgantes, de su silbido serpentino, de sus siseos ininteligibles, de su saliva elástica y su mirada, suspicaz y suplicante.
Hoy como todas las mañanas desde que Gertrudis murió, me desperté antes del amanecer, me levanté de la cama lentamente, dándome cuenta de su ausencia, extrañándola. Caminé hasta el baño, me lavé la cara, me mojé un poco el pelo, para que parezca que me bañé completo… después me visto con el pantalón que tengo sobre la silla, la camisa, un suéter que no está tan sucio y mi gorra. Preparo un guayoyo, remojo en leche un poco de casabe y me lo como con el café, para aguantar el trajín de la calle, porque en estos días casi todo el mundo tiene pautas y prisas, pero risas y pausas casi nadie.

Tengo que cambiar el cheque del seguro social y hacer las compras de la panadería. Mejor reviso lo que falta y hago una lista, después se me olvida todo y tengo que hacer dos viajes. Ya está: Huevos, leche, aceite y mantequilla. Guardo la lista en el bolsillo de la camisa, junto al bolígrafo. Antes de salir reviso bien los grifos y la manija del gas, no vaya a ser cosa que cuando me vaya… apago todos los bombillos y me voy. En el ascensor palpo mis bolsillos para asegurarme de que tengo las llaves, sí, aquí está todo.

Camino por la calle con el ceño fruncido por aquello de la inseguridad y pensando que en la tarde quizás venga a visitarme mi hija Martha, ojalá, con suerte y traiga a los nietos, no los he visto desde navidad, esos morochos son una vaina seria, tremendos, se parecerán al papá, pero por dentro salieron a mí, caracha, esos carricitos son eneas...

Una sonrisita se va abriendo paso entre la cara amarrada y el viejecito sin saberlo ostenta una mueca que llama la atención a todos los transeúntes.

A lo lejos percibo una energía perturbadora, las chicharras aumentan su chirrido, el aire se vuelve espeso y el sol enorme de las 12 lo enrojece todo, por dentro y por fuera. Veo venir a una mujer con una forma de caminar que me trae recuerdos que no he podido arrancar de mi mente, de mi cuerpo, cicatrices del alma me escuecen como latigazos de la memoria. Se abre una enorme boca que me engulle y a medida que soy tragado el tiempo retrocede, las mismas calles, las mismas casas se levantan y tumban hasta depositarme frente a ella…

- Se llamaba..., ella se llamaba..., bueno, ¿qué importa a estas alturas cómo se llamaba? Hace tanto ya, fue por el año 1.9..., el año..., por los años... ¿50? ¿60? Cómo es posible...

No lo recuerda.

- ¡Qué cagada ‘e país!, ¡qué ironía!... poder ver aún ese vestido ceñido, con esas flores tan estrambóticas, tan chillonas, tan bellas, flores de tela meneándose pa’ca y pa’llá, Dios mío, creo me va a dar algo, mira cómo carga ese montón de bolsas, toda sudadita, flor de canela, tensa, brillante, zángana, mira cómo se me queda viendo mientras pasa frente a mí... ¡descarada!, ¡sinvergüenza!, ¡deliciosa! (mierda, creo que lo dije en voz alta, ojalá no me haya escuchado).
¡¡¡Zuas!!!
Pero claro que me escuchó, si se lo dije en la oreja... (¡Deliciosa!, sí señor, su mano me arde en la cara, su mirada me arde en todo el cuerpo).
-¡Mujica!, te voy a reportar con tu superior.
¿Qué? ¿Cómo supo mi nombre? Flor, bruja, divina... El sol brilla y un reflejo le entorpece la visión... ¡La placa!, claro, eso era, la muy viva la leyó... sólo me tomó 48 años darme cuenta, coño, se las sabe todas.

- Sí, esa mujer se las sabía todas...

No hay comentarios.:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...