marzo 28, 2008

Los Higos



La pequeña tropa improvisada llega con atardecer al granero abandonado. Hacen un recuento: Treinta y seis hombres, cinco heridos graves, diez heridos leves, suficientes armas y municiones. –Pero no queda comida compañeros, se eleva la voz grave. –Ni agua. Reúnen cinco voluntarios, los más decididos, para una vuelta de reconocimiento.

La gente en los pueblos los aclamó al pasar, los ayudaron, escondieron, guiaron. Pero Los Pirineos son terrenos salvajes. Casi una semana andando, sin acampar ni una vez, sin detenerse más de lo necesario para reponer fuerzas, para descansar los pies callosos y ampollados. Los cinco elegidos siguen el sendero cubierto de maleza. El frío se cuela a través de los guantes y entumece las manos agrietadas. A lo lejos ven un pequeño caserío y campesinos.

Se acercan cautelosos. Todavía les revuelve el estómago el recuerdo del cruce del Ebro. El territorio sigue dominado, nunca se sabe cuál será el mal paso. La esperanza de una victoria está perdida, ahora la lucha es por la vida, por la supervivencia.

-¡Joder! No os expongáis así, zopenco, cúbrete tras los pinos hasta asegurarnos...
-Hombre, si no es para tanto, conozco la zona, ésos –señalando el poblado- solían apacentar en la ribera septentrional, ¡a por ellos, van a ayudarnos! Tengo un buen presentimiento.
-Mmmm, no me convences, pueden ser locales e igual andarse con el otro bando...
-Que te digo que confíes, majo, ¿creéis en Dios?
-Mira, ´joputa, no me ando como para jilipolleces religiosas, si estás con la República no puedes estar ahumándote de inciensos, eso lo sabe cualquiera.
-Tranquilo Blas, intervino el Gitano. –No perdáis tiempo en discusiones, continuó. –Necesitamos guardar a los compañeros de este invierno de mierda. Los franceses ya retiraron y en el sur las cosas están mal. Vamos al poblado, si nos toman, bueno, nos toman, pero no podemos dejar mal a los que confían en nosotros, porque la palabra es el mayor...
-Oiga, Gitano, dijo Blas interrumpiendo, con tono jocoso –que mandas a no perder el tiempo y te pones a dar discursos...

Los hombres rieron, quizás más de lo que el comentario ameritaba, pero en sus rostros cuarteados esta risa, demasiado similar a un lamento, resonó fresca, aflojando un poco el nudo del estómago.

Prosiguieron, abatidos, hacia lo que sería la salvación o la ruina.

Blas se adelantó, ¿para que arriesgarse todos?. Sus ojos brillaban como eco de ese cielo azul infinito, límpido, y en el fondo, ese abismo de dolor mudo, la insatisfacción de una vida que aspira a un destino más alto, que apuesta su realización al mañana, a un perfecto futuro donde la desazón desaparece y se puede sólo ser feliz, simplemente feliz, hasta desintegrarse del mundo y volar... Recordó su cámara, sintió el peso en la mochila, pero no podía, debía tener sentido común, prudencia, tanta gente dependiendo de este momento, esta luz malvácea desvaneciéndose entre los pinos, los piñones caídos, el musgo, esas nubes dejando derramar una cascada de luz sobre los techos de madera de las casas, esas ovejas en la línea del horizonte, ese pozo de piedra junto al sendero principal...

Sí, este hubiera sido sin duda un momento digno de retratar, pero no, debía llegar, conseguir agua, el pozo, el sol refractado en las cumbres nevadas del norte y más allá, el mundo, la libertad, la promesa del hogar que espera en alguna parte. ¿Dónde será eso a donde tengo que llegar? ¡Cómo reconoceré el camino? ¿Sabré cuándo detenerme, cuándo seguir?

Saludó desde lejos. Fue bien recibido; Uriarte, después de todo, había tenido razón. Simpatizaron como sólo los provincianos saben hacer, hermanándose sinceramente al reconocer el fuego escondido en los ojos del viajero, fuego de los hijos de otro mundo, “hechizado de los duendes” los llamaban en otro tiempo, más modernamente “soñadores” y acaso contemporáneamente, “idiotas”.

Los pueblerinos agasajaron a los cinco emisarios, pues Blas dio señal de paz a los demás, y luego de compartir un rato se marcharon apertrechados de hortalizas, nueces, leche, agua y mantos, amén de bacalaos, truchas, jamones, tocinos, salchichas y otras carnes secas.

Tomaron la vía de la carretera para volver. Podían estar tranquilos durante el camino, ocupándose sólo del peso que cargaban y la noche que iba cayendo hace tiempo ya.

Una canción revolotea sin cesar en mi cabeza.
¡El ruiseñor de Francia! ¿Cómo podía llegar a saber que mi pequeño ruiseñor de un día, la herida que arde en las noches con tu recuerdo, ruiseñor, pobrecita madre desolada bajo la lluvia y yo abrazándote, ruiseñor... perdiste tu criatura y tropezaste conmigo en medio de tu desesperación y yo te abracé, porque eras (¿eres?, ¿serás?) hermosa y estabas triste, perdida, mojada... y esos ojos tuyos tan grandes fijos en mí, ruiseñor ¿Cómo saber entonces, o ahora, que mi ruiseñor de Francia volaría tan alto... mi pequeño ruiseñor. ¿Cómo evitar besarte cuando clavaste tus ojos en los míos con esa luz que irradiabas desde el fondo de las lágrimas? Pobre marinero del Sena, extranjero, aventurero, si hubiera sabido lo que tardaré en encontrar unos ojos así, las tierras que atravesaré, las traiciones, todo eso que debo recorrer para llegar a mi otro ruiseñor, de tierras cálidas, de sabor criollo... no te hubiera dejado ir esa noche ruiseñor, cuando cantaste para mí, cuando te consolé, cuando te amé...

Blas ha quedado rezagado, perdido en sus propias ideas mientras el resto del grupo llega al viejo granero, para satisfacción de los ayuntados. Nadie se preocupa por él; es un líder natural, creen que se dilata a propósito. En el hogar encendido, con las dádivas de los naturales, van montando un guiso, con representantes de todas las comunidades dándole su toque, ¡mi madre! Que este guiso va quedando muy bien, qué aroma tiene... Hostias, no le agreguéis más nada, no vaya a pasar de sal, saca la mano de allí, gilipollas, que vais a echar todo a perder, madre santa... No, si no es para tanto, tío, que una hierba no daña el gusto, por el contrario –Saca la mano, Gitano, no le busquéis más rollo al abuelo... (Risas generales).

Y de pronto, zuas, da de trompas al piso, menos mal que los reflejos... ¿Una piedra? No, pero...¿con qué tropecé? Se da vuelta y entre la maleza descubre la causa de su accidente: Un cajón de madera, astillado, alimento, sin duda. Blas revisa su mochila y consigue un tubo que hace buena palanca, descubrir ante todo, los alimentos nunca sobran en estas circunstancias, pero comprobar el estado, eso sí, porque cargar ese peso innecesariamente... qué es... mete la mano entre los envoltorios de papel, textura suave, arrugada, fruta, sí, lo prueba con aprensión, pero entonces no lo puede creer, ese sabor, esa dulzura que se derrama, toda su boca hecha agua, los recuerdos, el patio de la abuela y ella con su delantal, todavía resuena en su cabeza “... anda, hijito, tráeme unos bien maduritos del patio del fondo, pero no vayáis a quedaros por ahí alela’o, haciendo esperar a esta pobre viejita” y después preparaba tarros y tarros de su mermelada de higo-nuez y ponía a secar otros tantos para dárselos en la merienda y así “no anda comiendo porquerías modernas por ahí” y “que no abuela, si no como nada”... mentira, ya comía chicle, como todos los muchachos y caramelos importados y también el tabaco de mascar, pero cuidado, que el jugo marea, las primeras veces se lo había tragado y todos los demás se habían dado cuenta y rieron. Se rieron de él... y tú mi ruiseñor, también reíste de mí, amor, de mi amor, porque, dijiste, los ruiseñores no saben amar, sólo volar, volar, volar, hasta caer heridos en alguna parte, en algunos brazos de marineros extranjeros y perdidos en los puentes de país, desde abajo todo se ve diferente, pero, ¿cómo no amarte, ruiseñor, con esos ojos grandes como los de mi abuela y el resto de ti, sólo ojos, tan pequeña?, amé tus ojos de muerte, tus ojos de dolor, y ahora el dolor y la muerte que me han rodeado (¿qué me rodearán?) son ecos de tus ojos, espejos quebrados que repiten tus ojos por millares, convulsivos, compulsivos, tus ojos que encontraré tantos años después en un mercado municipal, acalorados, asediados por sus pequeños hijos... tus ojos, ruiseñor, pero sin dolor, sin pérdida, porque en esas tierras todo retoña, ruiseñor, no como aquí o allá, esa noche, no, sus ojos estarán llenos de bochorno y risas... ¡Risas! Nadie ha reído con la aparatosa caída. Deberían haberlo hecho, pero todos están demasiado adelante como para darse cuenta.

Sólo ahora Blas se percata de su ausencia; se sacude la nieve y las hierbas y carga con la caja hallada; seguramente cayó de un camión de transporte, piensa mientras apura el paso.

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